La guerra por las Islas Malvinas, disputada en el otoño austral de 1982, fue un conflicto que duró algo más de dos meses, dejó unos 1.000 muertos y heridas abiertas hasta hoy de lado y lado.
En las escuelas, los niños jugaban a la guerra, argentinos contra ingleses, eufóricos. "Ya estamos ganando", se leía en la propaganda oficial. La frase, parte de la campaña interna del Gobierno militar argentino (1976-1983), buscaba mantener el entusiasmo de la opinión pública en el territorio del país sudamericano, mientras en las islas, en el frío Océano Atlántico, se aproximaba la derrota.
En las casas, en los bares, en las calles, no había solo ilusión infantil o ingenuidad adulta. Si bien muchos mayores replicaban la lógica del juego de guerra y el triunfalismo bélico alimentado por la desinformación, otros tantos sabían o intuían que esa guerra era una empresa destinada al fracaso.
La mecha del conflicto –uno que tenía más de un siglo de precocción– se encendió el 2 de abril de 1982, cuando la junta militar que gobernaba Argentina anunció que había recuperado la soberanía sobre las Islas Malvinas (Falklands, en inglés), a unos 500 kilómetros del territorio continental argentino, y las más lejanas islas Georgias y Sandwich del Sur.
En Puerto Argentino (Puerto Stanley, para los británicos), en la Isla Soledad (oeste del archipiélago de Malvinas), desembarcaron 5.000 efectivos de las Fuerzas Armadas argentinas.
Esos territorios estaban ocupados por Reino Unido desde 1833 y Argentina había venido insistiendo en el reclamo soberano sobre las islas, por herencia de la corona española y por proximidad geográfica. Si el reclamo era histórico, ¿por qué en ese momento se decide la ofensiva militar? Tres elementos fueron clave para envalentonar a los generales.
Por un lado, la debilidad del Gobierno militar, que atravesaba conflictos entre sus armas y una creciente oposición social y política. A mediados de 1981 los principales partidos políticos formaron la llamada Multipartidaria para exigir el llamado a elecciones. En ese contexto, la lucha por la soberanía podía funcionar como una forma de unificar e intentar crear respaldo en la ciudadanía. Aunque hubo un fervor soberano por la confrontación, no terminó de opacar el ya establecido rechazo al gobierno militar.
Un rechazo alimentado, por un lado, por la creciente evidencia de violaciones a los derechos humanos en un Gobierno que dejó, según organismos de derechos humanos, 30.000 desaparecidos, además de miles de muertos; que torturó, persiguió, censuró y limitó las libertades de los ciudadanos. Y por otro, por una política económica fracasada, con un desplome del empleo, una caída del producto bruto interno (PBI) per cápita y una inflación que en 1982 fue casi del 165%: una de las peores crisis económicas que vivió el país.
Asimismo, lo que se consideró un error estratégico, la junta militar especuló con que Reino Unido no reaccionaría a la invasión de las islas, porque eran lejanas y porque históricamente no habían sido de especial interés para los británicos (incluso se venía negociando entre las naciones una posible administración compartida del territorio). Pero Londres reaccionó, y con fuerza, posiblemente por la propia necesidad política de la entonces primera ministra Margaret Thatcher, quien se encontraba en un momento de debilidad en un contexto económico desfavorable.
Y, un error más de cálculo: la convicción del Gobierno del general Leopoldo Fortunato Galtieri de que Estados Unidos sería, cuanto menos, neutral ante la ocurrencia de un conflicto armado. Como ocurrió con los otros supuestos equivocados, EE.UU. no dejó de privilegiar su alianza histórica con Reino Unido: colaboró directamente, entre otras, con información satelital, que permitió a los británicos asestar duros golpes a las Fuerzas Armadas argentinas, especialmente el derribo del crucero General Belgrano, en el que murieron más de 300 hombres.
Al inicio, el operativo recibió un amplio respaldo popular. Tras el anuncio del desembarco en Puerto Argentino/Stanley, Galtieri salió al balcón de la Casa Rosada ante una Plaza de Mayo repleta. Y aunque la Fuerza Aérea argentina consiguió infligir daños importantes a los británicos, como el ataque al destructor Sheffield, no fue suficiente ante la superioridad militar de Reino Unido.
El triunfalismo duró poco. Y tuvo poco apoyo fuera de Argentina, más allá del de los países latinoamericanos. Naciones Unidas condenó la ofensiva argentina.
Tras 72 días de guerra, el 14 de junio de 1982, el que había sido designado gobernador de las Malvinas por el gobierno militar, Luciano Benjamín Menéndez, firmó la rendición incondicional de las tropas argentinas.
Del lado argentino hubo más de 700 muertos; unos 300 del británico. Aunque la destreza de los pilotos militares argentinos generó admiración de los británicos –esa extraña admiración de los combatientes, que se respetan mientras se matan–, muchos de los soldados del país sudamericano eran jóvenes mal entrenados, mal equipados, mal alimentados y pobremente armados, limitados en sus posibilidades frente a unas fuerzas armadas mejor preparadas.
La derrota dio impulso a la salida del Gobierno militar del poder. La primera consecuencia fue la renuncia de Galtieri; con el paso de los meses se convocó a elecciones democráticas, que se realizaron en diciembre de 1983, poniendo fin a más de siete años de dictadura.
Aunque la guerra terminó hace más de 35 años, el conflicto territorial sigue abierto y Argentina no ha cesado en su reclamo de soberanía sobre las islas, cuyos habitantes insisten en que quieren seguir siendo súbditos británicos.
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